Me importa poco lo que indique el calendario: el otoño
comenzó. No en todos lados, es claro, porque el clima y las horas siguen siendo
rehenes de las cláusulas de verano (más en esta siesta tan agobiante que la
fiaca y los niveles de humedad son análogos), pero aún así, yo camino por la
calle, a la altura de Olmos e Ituzaingó, ¡y es otoño! Las hojas dificultan el
paso, los árboles comienzan a desnudarse sin pudor, el sol se esconde tras los
edificios. A cualquier hora es otoño, aunque la estación sólo dura cien metros.
Y claro, una como yo llega a la esquina, donde el sol vuelve a azotar y el
ruido de los autos no descansa, y quiere volver al murmullo de las hojas secas
en cada paso, a los troncos quebradizos, listos para ser desnudados por el
viento otoñal que en esa cuadra se esconde. Y entonces la esquina: entre la
fanfarronería de la ciudad que vuelve a encontrarse en la mirada de uno, se encuentra
erguido el mayor de los ejemplares otoñales, un árbol de antaño, que de tantas
tristezas comienza a teñir sus hojas en esta fecha, cuando el otoño todavía no
piensa ni asomarse. Se impregna en la retina el baile de sus ramas al compás
del viento, en sus hojas nace el amarillo como un deseo de libertad, de
soltarse marchitas ya hartas de la sustancia nostálgica en la que se encuentran
sumergidas. Seguís el camino. Y el paisaje se queda ahí, estancado, conservado
como en una foto. Sólo en tus retinas queda un otoño pasajero, que por ser
finito lo eternizas en cada paso, y así seguís, buscando con la mirada otro
ejemplar que tampoco se corresponda. Y sólo sonreís. Después de esa cuadra, el día
es un otoño constante.
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