9 de marzo de 2013

Postal de otoño


Me importa poco lo que indique el calendario: el otoño comenzó. No en todos lados, es claro, porque el clima y las horas siguen siendo rehenes de las cláusulas de verano (más en esta siesta tan agobiante que la fiaca y los niveles de humedad son análogos), pero aún así, yo camino por la calle, a la altura de Olmos e Ituzaingó, ¡y es otoño! Las hojas dificultan el paso, los árboles comienzan a desnudarse sin pudor, el sol se esconde tras los edificios. A cualquier hora es otoño, aunque la estación sólo dura cien metros. Y claro, una como yo llega a la esquina, donde el sol vuelve a azotar y el ruido de los autos no descansa, y quiere volver al murmullo de las hojas secas en cada paso, a los troncos quebradizos, listos para ser desnudados por el viento otoñal que en esa cuadra se esconde. Y entonces la esquina: entre la fanfarronería de la ciudad que vuelve a encontrarse en la mirada de uno, se encuentra erguido el mayor de los ejemplares otoñales, un árbol de antaño, que de tantas tristezas comienza a teñir sus hojas en esta fecha, cuando el otoño todavía no piensa ni asomarse. Se impregna en la retina el baile de sus ramas al compás del viento, en sus hojas nace el amarillo como un deseo de libertad, de soltarse marchitas ya hartas de la sustancia nostálgica en la que se encuentran sumergidas. Seguís el camino. Y el paisaje se queda ahí, estancado, conservado como en una foto. Sólo en tus retinas queda un otoño pasajero, que por ser finito lo eternizas en cada paso, y así seguís, buscando con la mirada otro ejemplar que tampoco se corresponda. Y sólo sonreís. Después de esa cuadra, el día es un otoño constante. 

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