No me gusta perder en ningún aspecto de mi vida, por eso es
que tengo la leve manía de jugar a que gano todo el tiempo. Claramente, aunque
lo que me rodea me señala la pizarra, y las personas, como expectantes y
actores, me informan sobre la manera en que yo me deslizo por el campo
constantemente, yo hago caso omiso de eso y sigo jugando, siempre con la
conciencia ingenua de que en la figura del ganador sólo se puede contemplar mi nombre.
Hasta aquí llegué la última vez que jugué. Hace un par de minutos en realidad.
Cuando mi conciencia descansaba en el medio del juego (juego que voy ganando
por cierto, lo que me da todo el derecho a tirarme a descansar cuando le deseo
ya que los tantos en contra o bien no son válidos o bien no existen o tal vez
cuentan pero no para dar por perdido el juego) me entró una especie de
nerviosismo, mezcla de cansancio y sustancia rara, y caí en la cuenta de que
mis poros no derramaban si no lágrimas y que la pelota no era si no mi propia
cabeza. La pantalla (que en realidad yo nunca había mirado porque no era
necesario que mis ojos se enfoquen en algún lado dado que el juego no se
basaba en otra cosa que en mí, por lo que las miradas de los otros debían
enfocarse en y no yo en) me indicó aquello que yo había obviado que no era ni
más ni menos que el resultado del propio juego, y bajo mi nombre se inscriba un
número que yo desconocía, y no porque las matemáticas me dejaron de gustar de
chica, si no porque me negaba a reconocer tal número de mala muerte que me
venía acompañando de hace rato y yo tan bien lo sabía.
He aquí mi conclusión: si esto es un juego, claramente ya no
quiero seguir jugando. Remontar un partido como el que llevo sobre mis espaldas
es sumamente difícil, y dado a que mi confianza en mí me estuvo superando todo
este tiempo ahora me jugó una revancha que terminó con una patada en las
costillas que ni te cuento, por lo que no tan sólo me encuentro sola de
esperanzas, si no también de confianza y de mí misma, dado que hasta mi propia
sombra me abandonó cuando no me di cuenta, y se escapó con toda la gente que, harta de elevar cánticos por la manera en que se venía jugando, se aburrió (y a buena hora) del espectáculo mediocre.
He aquí el resultado: mi persona encerrada en su propio
campo de juego, un campo que creó y recreó por un tiempo que parecía infinito,
pero ahora las puertas del reloj se le cerraron, y entra en razón de que es un
martes y necesita un mate, y qué andas necesitando vos si cuando yo te necesité
ah dónde estabas, y te juro que te comprendo si me llegas a decir eso,
expectante espectador de mis desgracias, ya que a este juego entró en un receso
dado que mi persona, hoy por hoy, no quiere seguir jugando.
He aquí las consecuencias: el sindicato de mis jugadores han
anunciado formalmente hace dos segundos que si no se cambian las reglas del
juego no van a seguir participando. Han expresado, mediante un comunicado de
prensa a mi cerebro, que “no puede ser” que el árbitro nunca haya cobrado en
contra, y piensan levantar una queja por “falta de sinceridad en sí misma” a la Corte Suprema del Yo, y además,
buscan que se vuelvan a habilitar los oídos sordos de los jugadores.
Okey. Claramente no me encuentro en condiciones de seguir
jugando este juego, que por lo que se rumorea en los vestuarios no es más que
la vida misma, y la solución según el técnico momentáneo (algo esperanzador
pero no por eso menos pelotudo) es comenzar a patear para atrás y manejar la
pelota, algo así como “revisa todo lo que hiciste este último tiempo y
bancátela”.
Informaron los interinos que las reglas del juego cambiaron.
“Nada de hacerse los pelotudos, esta vez vamos a jugar bien. Y si hay que
perder, habrá que dejarse ganar, ahora hay otras cosas en juego, y nada de
ponerse violento o largarse a llorar en el medio del partido”, y aunque los
jugadores se encontraron medios molestos por las nuevas consignas, se resignaron
e inmediatamente levantaron el paro en el que se encontraban desde hace unos
minutos.
El segundo tiempo comienza en cualquier momento, afirma el
relator.