8 de mayo de 2013

XI


Los días que han pasado
algo, creo yo, deben haber dejado.
Más años de vida, o menos
no me interesa.
He vivido y transformado.
Mi calendario es un laberinto con pasajes absurdos,
y unos, menos que otros, o más todavía, pueden ser memorables
y llamar agitados a un mar de placeres furtivos, a una alegría de recuerdo efímero.
(la sonrisa que los acompaña, el buen gesto al contarlos, sucesividades.)
Y otros (muchos, pocos, reales, imaginarios)
sólo piden una tregua conmigo misma, un olvido fugaz que se perpetúe.
(bandera blanca saliente de mi pecho, frenesí de nostalgias y rencores)

Yo creo que los días que han pasado
no fueron años, ni lustros acumulados;
si no instantes
pequeñitos, minúsculos
anclados en mi piel.
Aquí nacen y mueren todas las explicaciones.
He vivido y permutado.
Y ahora vuelvo a los días con más vida
sin gestos de cansancio, de dolores estancados en el medio del pecho;
vuelvo sin haberme ido realmente, pero habiendo abandonado un largo tramo.

Ahora es distinto, y es que afuera debe haber nuevos soles y barriletes,
un festival de colores en la ciudad más gris de todas
y nuevas sonrisas a quien robarle una que otra lágrima (de carcajada, por cierto).
Debe ser que ahora los días están vivos
y no soy sólo yo la que camino, sino con ellos.
Ahora respiro y muero en cada espacio de la calle,
y mi cuerpo va soltando pedazos de mí a lo largo del trayecto,
y voy perdiendo mi sustancia como un volcán en cada esquina,
y así todos los días,
mi cuerpo segmentado se va desarmando:
algunas partes se quedan abrazadas al cordón de la vereda,
otras descansan acostadas en una escalerita,
y otras, más panchas todavía, se quedaron en mi casa sin levantar cabeza
pero estoy viva,
y vivo,
y eso es irrefutable.