Cómo explicar lo que sucedió en
ese momento si de repente el colectivo había frenado y las luces blancas
entraban furiosas por las ventanillas. Inútil era que intente correr las
cortinas y mirar lo que sucedía afuera, los ojos gastados por el sueño y el cansancio
no me dejaban ver. Algunos pasajeros se miraban confundidos, otros comenzaban a
despertar de a poco, y también desconcertados por el sueño todavía latente en
sus pupilas, buscaban señales en otros rostros, alguna explicación para estar
parados cuando el reloj de enfrente indicaba que eran todavía las tres y algo y
faltaba mitad de camino para llegar a Córdoba.
La luz se filtraba por el frente, por los
costados, y parecía acentuarse cada vez más ante nuestros ojos que se cerraban,
acostumbrados a la mansa oscuridad del sueño. ¿En dónde estábamos, qué eran
esas luces, por qué el colectivo no se movía? Nadie parecía poder responder. Y
los viajeros se asimilaban a sombras fregándose los ojos. De pronto una viejita dos asientos adelante
rezando. ¿Eso era todo? ¿No había nada más? Las ventanas colmadas de luz
blanca, el silencio solamente interrumpido por la fricción de los cuerpos al
acomodarse, al moverse para encontrar otros ojos, otra esperanza.
Un niño de atrás comenzó a
llorar. ¿Entonces no había dolor? ¿No había un paso previo, un atravesar una
puerta, algún vidrio? ¿Eso era todo? La madre apenas moviéndose para
tranquilizar al niño. Seguro a él también le dolían los ojos, sus apenas ojitos
de pocos meses, de tan poco… Al lado, un hombre que recién despertaba, que
apenas comprendía. Y la vieja de adelante que rezaba en voz baja. Y entonces
¿cómo? ¿algún caballo que se cruzó, o simplemente el chofer cerrando los ojos,
como todos los que viajábamos arriba, y ya está hasta acá llegamos, se acaba el
viaje? ¿o sigue, hacia dónde? Los otros viajeros confundidos, algunos
insistiendo en el sueño, que no volvía, que se desplazaba por otras partes del
cuerpo. El niño que no paraba de llorar, y una mujer por algún lado acompañaba
a la vieja con murmullos y plegarias. Alguien que se le ocurra algo, lo
primero, que nos explique porqué ahora, de esta manera. Pero nadie se animaba a
emitir alguna palabra. ¿O había sido algún otro, un desconocido, que también se
había encerrado, como nosotros viajeros, en un sueño, y ahora estábamos yendo
todos hacia ese lado? ¿acaso él también era luz como el chofer? ¿o el caballo,
o también cabra o vaca, también se enceguecían como nosotros? Algunas manos que
revoloteaban las cortinas, pero imposible ver más allá de esa luz que obligaba
a cerrar los ojos, a insistir de nuevo al sueño que se rehusaba a dejarse
penetrar, y era quedarse mirando el asiento de el frente o el techo porque al
lado había ojos que también buscaban explicaciones y con tanto no se podía.
Un hombre animó a levantarse,
pero rápidamente volvió a su asiento. ¿Para qué salirse de ahí? ¿Ir a buscar
qué? El niño lloraba, y si apenas respondía la madre. Una chica hurgando en su
cartera, no sea cosa que el reloj del enfrente esté mal, y exista una suerte de
coincidencia en que todos erremos y que nadie esté dando cuenta que eso, que ya
llegamos, si son las seis y chirola, y es la terminal de Córdoba bien
iluminada, tan ciudad que asquea. Pero no. Tres y veinte. Sin errores, sin
minutos que corrieran si no sólo murmullos de rezos ahogados y un niño que no
cesaba en su llanto. Afuera la luz, la incógnita infinita de sabernos enteros y
ahí sentados yendo hacia dónde, y porqué justo ese animalito ahí en el medio,
el descuido de las rutas argentinas, me imagino a mi papá diciéndolo y
puteando, y sobre la cantidad de muertos al mes por año, y ahora tu hija…
¿Quién se lo iba a decir? ¿Cómo iba a reaccionar? Y a mí de qué me servía
saberlo si yo estaba ahí sentada ya en medio viaje, y el niño que seguía
llorando y la chica sin querer creerlo, seguro indagando a las cuotas del azar.
Y adelante la vieja con las manos juntas, acompañándose del rezo, nunca tan
cerca y con tanto miedo, pero por qué ahora diosito, cuidámelo al Adrián, y así
con la otra mujer que a lo lejos la seguía, que vaya a saber qué le preguntaba
pero sin culpa sin tanto interrogatorio innecesario en estas circunstancias
donde ya todos estábamos a un solo paso, mismo viaje sin quererlo. ¿Y eso era
todo? Una que otra lagrimita de la chica, las súplicas silenciosas de una
madre, la inmovilidad de un hombre aferrado al asiento, cómo si hubiese otra
posibilidad, otro orden de cosas… El colectivo de pronto comenzó a moverse. Las
luces blancas desaparecieron. Parecía que al fin el niño dejaba de llorar.
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