No sé si será porque hoy la lluvia no
cesó en toda la noche o porque no tengo ganas de cumplir con las
normativas que me impone la vida misma, que comienzo a plantearme la complejidad de este fenómeno. Debe ser por las gotas que suenan
despacio y musicalizan el fondo de la sala, como si no tendríamos
tantas cosas para hacer más que desconcertarnos con ellas. Las nubes
también tienen ganas de llorar, parece, y nos contagian su nostalgia
al mirar por la ventana, y llenan con melancolía los charcos en la
vereda. ¡Como si no tendríamos tantas cosas para hacer! Nos
detenemos a mirarlas, caminamos sin cuidado bajo ellas, nos dejamos
empapar sin problemas, como si nos bajaran la guardia con un sólo
chapuzón, y nos llenan de ganas de volver a ser niños y cumplir el
deber del día, que no es otra cosa que abrir la puerta y salir a
embarrarse, para luego entrar a tomar la chocolatada (actividad que
recuerdo cansadora, por cierto), observando el reloj sin reparo
alguno. Debe ser que la lluvia despierta algo dentro nuestro que
siempre olvidamos (u obviamos o relegamos o apartamos y demás
-amos), como si de repente nos cayera al frente nuestro aquel
recuerdo, ese fragmento de la memoria que ni hasta en los días más
grises (a excepción de algunos, los malditos innegables de
terciopelo) se animan a aparecer, y caemos como gotas al piso, más
tristes más empapados. Y nos llenamos la vereda con verdades
kamikazes, rellenamos los pozos con lágrimas y buscamos un paraguas
en cualquier brazo, un refugio pasajero al menos, para esperar el
próximo colectivo. Es así: uno con tantas cosas para hacer siente
que llega tarde y desarreglado a todos lados, porque los taxis no
pasan y el cigarro se te empapa a la primera pitada, y encima se
corta la luz, y entonces entran en juego las antiguas despedidas, los
retazos de caricias, los fotos viejas ya amarillas, el primer tango o blues
que se te cruza, lo que sea necesario para alimentar las
tristezas, y sin saberlo y/o pretenderlo, uno termina camuflado entre
las nubes escurriendo lamentos, viejos amores, despidiendo
familiares, añorando y asumiendo, entre muchas disyuntivas que
arrollan el placer, y las quejas vuelven a empezar, que la humedad,
que los autos que salpican, etcétera. Ahora comprendo porque a mucha
gente le disgusta la lluvia, y es que a nadie le gusta toparse
frente a frente con un relámpago que le despierte todas sus tristezas.
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