20 de noviembre de 2012

Martes 3 a.m


Y cae nuevamente.
La ciudad se vuelve oscura, tan desolada que enternece,
con miles de almas recorriéndola, desnudas, tomadas de las manos.
Se escucha el ladrido de un perro a lo lejos.

Ya la calle se desplomó sobre la noche y la hizo suya,
con la luna como cómplice, asomándose suavemente entre las nubes.
Aparecen los amantes en los bancos de la plaza, robándose caricias;
los árboles descansan y dejan volar sus hojas;
las luces se apagan para dejar brillar a las estrellas;
los charcos se vacían y se vuelven a llenar,
entre los adoquines juegan las cucarachas,
y la fuente de la plaza deja reposar el agua que la recorre.

Ya la noche hizo suya a la ciudad.
Los silencios, las soledades en cada parada de colectivo,
los demonios del insomnio que saludan desde cada ventana,
la sombra inmensa en cada esquina.
Y luego se despegan, antes de que el sol les muestre sus falencias,
y se despiden con un beso que dura un instante.
Y el cielo vuelve a empezar,
con rastros de haber sido amado hace unos minutos, nada más. 

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